El arco iris de gravedad by Thomas Pynchon

autor:Thomas Pynchon [Pynchon, Thomas]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1973-01-01T05:00:00+00:00

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«… sí, puta —sí, putorra—, pobre y desvalida puta, estás alcanzando el orgasmo, no puedes detenerte, ahora es cuando volveré a azotarte con el látigo hasta que sangres…» Así está toda la superficie delantera de Pókler, de los ojos a las rodillas: inundada por la imagen de esta noche, la imagen de la deliciosa víctima atada al potro de tormento de su mazmorra que cubre toda la pantalla —primeros planos de su rostro retorcido, los pezones bajo la bata de seda sorprendentemente erectos, diciendo mentiras con sus exclamaciones de dolor—, «¡puta!», a ella le encanta…, y Leni ya no es para él la espera solemne, la amargura fuente de fuerza; solo existe Margherita Erdmann debajo de él, en el suelo para variar, mientras Pókler la penetra, y la vuelve a penetrar, «sí, puta, sí…».

Solo más tarde trató de precisar el tiempo. Perversa curiosidad. Habían pasado dos semanas desde la última menstruación de Leni. Aquella noche había salido del teatro Ufa, de la Friedrichstrasse, con una formidable erección, pensando, como cualquier otro, en regresar a casa, en metérsela a la mujer que fuese, en follarla, joderla hasta someterla… Ay, qué hermosa era la Erdmann… ¿Cuántos hombres, como él, arrastrándose por el Berlín de la depresión, llevarían la misma imagen desde Alpdrücken hasta su monótono y gordo intento de novia? ¿Cuántos niños-fantasma serían concebidos en la Erdmann aquella noche?

Para Pokler nunca existió una posibilidad real de que Leni pudiera quedar embarazada. Pero, rememorando, se dio cuenta de que tuvo que ser aquella noche, la noche de Alpdrücken, cuando Ilse fue concebida. Hacían el amor tan pocas veces… No era difícil señalarlo con precisión, «Así ocurrió. Una película. ¿De qué otro modo podía ser? ¿No es eso lo que hicieron de mi hija, una película?».

Esta noche él está sentado junto al fuego hecho con la madera que queda a la deriva, en el sótano de la iglesia con esa cúpula que parece una cebolla, la Nikolaikirche, escuchando el mar. Las estrellas cuelgan entre los espacios vacíos de la Gran Rueda, tan precarias para él como las velas y los cigarrillos antes de acostarse. El frío se acumula a lo largo de la costa. Fantasmas infantiles —chillidos blancos, lágrimas que nunca caerán— llegan con el viento hasta detrás del muro. Retorcidos trozos de descolorido papel plisado vuelan a ras del suelo, remolineando sobre sus viejos zapatos. El polvo, bajo una luna recién parida, parpadea como nieve, y el Báltico se arrastra como su glaciar materno. El corazón se le encoge en su red escarlata, elástico, lleno de esperanzas. Está aguardando a Ilse, su niña de película, para volver a Zwolfkinder, como todos los veranos por estas fechas.

En aquel lugar las cigüeñas duermen entre los caballos de dos y tres patas, entre los engranajes oxidados y el techo astillado del tiovivo, agitadas sus cabezas por las corrientes de aire y por la visión del África amarilla y las golosinas en forma de negras serpientes que, unos treinta metros más abajo, reptan bajo la luz del sol por las rocas y las secas hondonadas.

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